¿Catástrofe o falta de previsión?


En esta nota, el especialista en historia ambiental, Antonio Brailovsky, pone de relieve variables que cotidianamente son dejadas de lado al pensar las causas de las inundaciones. Con motivo de los sucesos ocurridos en La Plata y también en Capital Federal hace unas semanas, el escritor plantea que los desastres naturales no existen, sino que nos encontramos ante la expresión social de un fenómeno natural.


"Buenos Aires, con más imprevisión que catástrofes"


Por Antonio Elio Brailovsky

Este libro trata de ayudar a comprender un equívoco: ¿cómo es que Buenos Aires llegó a inundarse? ¿De qué modo, por qué vías, qué conjunto de mecanismos naturales y sociales hizo que cada vez que llueve la Ciudad se detenga? Tal vez lo sorprendente sea lo poco que saben nuestros ciudadanos sobre el agua. El agua forma el 70% de nuestros cuerpos, es lo que hace posible la vida sobre la Tierra y, sin embargo, la mayor parte de las personas que conocemos puede decir más sobre la vida de un cantante o sobre un modelo de automóvil que sobre la sustancia que hace posible nuestra propia existencia. Se ha escrito mucho sobre las inundaciones en el Area Metropolitana de Buenos Aires. Tenemos infinidad de explicaciones, algunas parciales, como las que ponen el acento en el diámetro de los caños o en su mantenimiento. Otras son coyunturales, como las que atribuyen el fenómeno a las sudestadas, sin decir por qué edificamos tantas áreas urbanas en la zona de influencia de las crecidas. Ciertas explicaciones son antojadizas, como las que atribuyen las inundaciones de la Ciudad de Buenos Aires y su Area Metropolitana a la deforestación de la Amazonia o a las bolsas de basura que tapan los desagües. También aparece, casi inmediatamente, el argumento de la corrupción, pero aún sin explicarnos por qué la corrupción habría de tomar esa forma particular y no otras. El tema de las inundaciones urbanas ha sido estudiado desde diversos ángulos y con una enorme solvencia.
La hipótesis central de este libro es que los desastres naturales no existen, sino que nos encontramos ante la expresión social de un fenómeno natural. La inundación de Buenos Aires no es otra fatalidad. Para lograr que se inundara fue necesario un proceso de lenta construcción social.
Me interesa reflexionar sobre qué ocurre en la cabeza de los decisores políticos y los profesionales que hacen la Ciudad cuando olvidan las características del sitio sobre el que insertan su proyecto o dictan sus normas. De qué manera, por qué razones, se deja de concebir el hecho urbano como una totalidad, para abandonar uno de sus aspectos cruciales. Es decir, de qué modo se pasa de pensar en la realidad virtual, que sólo existe sobre el tablero de dibujo o el texto legislativo y que desconoce su entorno material. 
En enero de 2001, cinco ancianas murieron ahogadas en un geriátrico en el barrio de Belgrano. Dormían en una habitación que estaba en un subsuelo, dentro del valle de inundación del arroyo Vega. El sótano se llenó de agua con tanta rapidez que no alcanzaron a evacuarlas. Los responsables de las muertes fueron absueltos porque “los magistrados entendieron que las consecuencias de una lluvia ‘inusitada’, tal como fue calificada en el fallo, eran imprevisibles”. En el mismo fallo, los funcionarios que autorizaron o no controlaron también fueron sobreseídos. En ese caso, “los jueces destacaron que el ‘incumplimiento de deberes’, es un delito doloso. Es decir que implica una violación deliberada de la ley”. En otras palabras, que basta con ignorar las implicaciones de una decisión para que tomarla no tenga consecuencias legales. Porque, además, se trata de hechos estudiados o investigados. ¿Qué ocurre, entonces, en nuestra cultura con la naturaleza? ¿Dónde se origina esta dificultad para incorporar los conocimientos que ya tenemos? ¿Cómo hacemos para construir una forma de diálogo entre los científicos –que producen información que después no se utiliza– y los políticos, que deciden sin tener en cuenta los conocimientos previamente desarrollados?



Conclusiones. 
Sin duda, la mejor actuación de Mickey Mouse en toda su carrera fue cuando representó al discípulo del mago en la música incidental de Paul Dukas, El aprendiz de brujo, con la batuta de Leopold Stokowski. Por una vez Mickey pudo liberarse de la banalidad de los argumentos de Disney y mostrar su capacidad actoral en un conflicto humano. El equipo Dukas-Stokowski-Mouse nos muestra una inundación artificial. No se debe al capricho de la naturaleza, sino que es el resultado de la acción humana (o ratonil), que pone en marcha un mecanismo que después no sabe o no puede contrarrestar... Lo que hace a Buenos Aires inundarse es muy, pero muy semejante. Al igual que el Río de la Plata, el tema es prácticamente inagotable y apenas hemos trabajado en las páginas precedentes una pequeña porción de las fuentes disponibles sobre las inundaciones en el Area Metropolitana de Buenos Aires. Archivos municipales (como el de San Isidro, por ejemplo) tienen colecciones de mapas históricos que muestran, metro a metro, la progresiva ocupación de los bajos y la modificación de la costa. Los diarios de sesiones de todos los concejos deliberantes tienen registrados cientos de horas de debates intensos sobre estos temas. Decenas de periódicos locales muestran quejas y propuestas de toda índole. Los informes de obras públicas de todos los municipios reiteran el anuncio de la obra salvadora que hará esta gestión para solucionar definitivamente el problema de las inundaciones. Lo mismo ocurre desde hace un siglo con sus equivalentes provinciales, barriales y de la Ciudad de Buenos Aires, de los que hemos mostrado una mínima fracción. He evitado la tentación de hacer una enciclopedia, ya que las variantes sobre lo que hemos expuesto son tan pequeñas y las reiteraciones tantas, que no se justifica agregar material redundante a este libro. Queda un amplio espacio para la investigación de las inundaciones a escala local. Tenemos que recordar que “una inundación deriva de un proceso hidrológico normal del cual un manto de agua ocupa las llanuras laterales del valle de un río”, pero el carácter natural del fenómeno no debe hacernos olvidar la condición artificial del desastre. Al mismo tiempo, representamos el crecimiento de nuestras ciudades “como mancha de aceite” en mapas de dos dimensiones, por lo cual tendemos a creer que las ciudades crecen horizontalmente. Sin embargo, el fenómeno de las inundaciones se origina principalmente en el crecimiento vertical de las urbes. Es decir, en el descenso de las ciudades hacia los valles de inundación de ríos y arroyos. Este movimiento ha sido escondido por la resistencia de las autoridades (de la casi totalidad de los momentos y colores políticos) a elaborar mapas de riesgo de crecidas y adoptar políticas urbanas diferenciadas según los niveles de riesgo de cada zona. Salvo por las víctimas directas, la mayor parte de las personas suele subestimar los daños provocados por las crecidas. Hemos visto que la ocupación de los terrenos bajos de la Ciudad de Buenos Aires y su Area Metropolitana se corresponde con necesidades económicas definidas en determinados momentos de su evolución histórica. Sin embargo, las explicaciones economicistas son insuficientes para comprender un fenómeno de esta magnitud. Hay factores culturales que precondicionan una actitud de dominio de la naturaleza, aun antes de conocer las posibilidades y los límites de las tecnologías disponibles. En las fases de desarrollo iniciales de la historia de Buenos Aires existe una clara delimitación de funciones entre los distintos niveles del terreno. Esto permitió mantener relativamente libre (y de uso común) una proporción significativa de los terrenos bajos. En períodos posteriores, parte de la expansión urbana se ha realizado hacia abajo, es decir hacia costas cada vez menores. Y por ende, hacia riesgos de inundación cada vez mayores. Este descenso de la Ciudad se ha realizado por presiones económicas y al amparo de las obras de atenuación de crecidas, que casi invariablemente fueron presentadas como “la solución definitiva” al problema de las inundaciones en una zona dada. El resultado es que los terrenos donde se han realizado inversiones se valorizan y se pueblan muy rápidamente. Poco después se revelan las limitaciones de estas obras: la zona se inunda cada vez más (al aumentar la impermeabilización de la cuenca) y se degrada aceleradamente.

Al atribuirse a las obras efectos diferentes de los que pueden tener, el resultado es que se ha logrado disminuir el nivel de las inundaciones, pero al actuar como factor de atracción poblacional ha aumentado sustancialmente la cantidad de inundados. Tal exceso de optimismo contribuyó a densificar la ocupación en las zonas críticas, ya que llegaban pobladores que se sentían protegidos por dichas obras. La Ciudad de Buenos Aires tiene una densidad de 140 habitantes por hectárea, pero el tramo de la cuenca del arroyo Maldonado que pasa por la Ciudad más que duplica esa densidad: tiene 300 hectáreas (368) y un ritmo de edificación más acelerado que el del resto del área urbana. Al mismo tiempo, la completa ocupación (y aun la saturación) de un cierto nivel del terreno actuó como incentivo para comenzar niveles más bajos todavía.
En la mayor parte del Gran Buenos Aires, la administración urbana no ha definido taxativamente qué zonas se consideran bajas e inundables y cuáles no. En consecuencia, no existe una normativa diferenciada para unas y otras. El desconocimiento de la realidad natural por parte del planeamiento  urbano parece ser un fenómeno complejo, en el que la corrupción juega un cierto rol,  pero no nos permite comprenderlo en su totalidad. Existen, como dijimos, factores culturales que generan actitudes de consenso en torno a la urbanización de bajos inundables, que se califican como terrenos “ganados” al río. En nuestra sociedad, la imaginación colectiva se comporta como si se creyese que la existencia misma de la Ciudad borrara las leyes de la naturaleza. Es decir, como si los habitantes de Buenos Aires pensaran que la artificialización del medio provocada por una gran ciudad va mucho más allá del cubrimiento del suelo o los desagües naturales por una capa de cemento.
No hemos visto que nadie afirmara explícitamente que los mecanismos naturales dejan de regir dentro de la Ciudad, pero las concepciones sobre este tema lo sugieren a cada momento. En este lugar donde “las manzanas no huelen” (como dice Joan Manuel Serrat), donde se corta un árbol para descubrir un cartel, donde se piensa que el destino de la basura es desaparecer cada noche y donde pueden pasarse semanas sin ver el horizonte, la gente deja de percibir la naturaleza. A veces preguntamos a nuestros cursos en qué fase de la Luna estamos o hacia dónde queda el Norte. Es sorprendente la poca gente que puede responder estas preguntas elementales.
Al mismo tiempo, es sugestiva la cantidad de estudiantes universitarios que no sabe desde qué punto cardinal sale el sol. ¿Cómo pedirle entonces al habitante de esta ciudad que sepa distinguir en esa pendiente el valle de inundación de un arroyo entubado? ¿Cómo pedirle, siquiera, que recuerde que ese arroyo existe bajo sus pies? Desde el punto de vista profesional, este tema (como todos los temas ambientales) requiere un abordaje transdisciplinario. Sin embargo, no nos enseñan las ciencias para articularlas entre sí, sino para profundizar las diferencias entre unas y otras. Hay, entonces, razones epistemológicas que nos dificultan la comprensión integral del problema.
Pero también hay razones burocráticas que dificultan una gestión integradora. Cuando hablamos de planeamiento nos referimos, por supuesto, al rol del Estado. El modelo de Estado napoleónico que heredamos está basado en la infinita división de las competencias en numerosas unidades políticas-administrativas sin ningún contacto entre sí.
En última instancia, es imagen especular de la división de la ciencia en pequeños espacios investigables en marcha hacia la ultraespecialización. Atender estos temas requiere formas integradoras de pensar la ciencia y la gestión urbana.
Una mayor percepción de los mecanismos de la naturaleza y la forma en que actúan dentro de una gran ciudad podrían llevarnos a modificar nuestras prioridades urbanas. Nuestra sociedad debería revisar sus políticas de administración territorial. En particular, tendríamos que reconsiderar los criterios por los cuales pensamos que la relación entre beneficios y costos es siempre favorable cada vez que se urbanizan terrenos bajos e inundables.
Por lo menos generar alguna duda la próxima vez que se planteen obras de esa índole. Complementariamente, revisar si el criterio puramente económico es el mejor (o el único) al considerar obras y estrategias urbanas que afectan profundamente la vida de las personas.
Cuando hablo de revisar, no estoy hablando solamente de los decisores políticos. Sólo la participación ciudadana puede orientar maneras diferentes de pensar las cosas. En consecuencia, el tema de las inundaciones urbanas no es sólo un problema puntual, sino que hace mucho más a nuestra forma de percibir la naturaleza que a la calidad de la infraestructura que tenemos.
En todo caso, la infraestructura refleja las concepciones que tienen sobre la relación naturaleza-sociedad las personas que la piden, la contratan o la diseñan. Lo que aquí ocurre es, además del problema visible, el indicador de un desajuste muy profundo que existe en la relación de nuestra cultura con la naturaleza. Si logramos que suficientes personas comiencen a pensar de otra forma esa relación, los libros como éste habrán cumplido su objetivo.



Fuente: Perfil.com

¿A vos qué te parece? ¿Crees que se trató de una catástrofe ambiental?

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